martes, 13 de enero de 2009

MATANZA

Estos días las imágenes hablan por sí solas. Israel bombardea Gaza, una de las zonas más densamente pobladas del planeta. El resultado, cientos de muertos, miles de heridos, muchos de ellos mutilados y la mitad de las víctimas, niños. Creo que sobran los comentarios, excepto uno. ¿Cómo un pueblo, el judío, que ha sufrido tanto a lo largo de su historia, ahora hace sufrir tanto a sus vecinos? ¿Inmuniza el poder contra el sufrimiento?




PD: Irma me ha dicho que escuche la canción "Milonga del moro judío", de Jorge Drexler. Aquí, el enlace para hacerlo. http://www.youtube.com/watch?v=R3lb7Vx2yVI

PPD: Otro enlace sobre una canción que habla sobre este tema. Menos sutil y más directa. La letra igual se pasa un poco pero, ¿acaso Israel no lo hace? El enlace, http://es.youtube.com/watch?v=Q0KuINPDggc

CÓMICS

Hoy me he levantado con ganas de escribir sobre cómics. En los últimos días he tenido la suerte de leer tres obras que, cada una a su manera, me han parecido realmente buenas. Se trata de "Blankets", de Craig Thompson; "El almanaque de mi padre", de Jiro Taniguchi y de "Píldoras azules", de Frederik Peeters.



"Blankets", todo un novelón de 592 páginas, cuenta la historia de amor entre dos jóvenes en la América profunda, con todo lo que esto conlleva: religión, prejuicios, inseguridades... Está narrada de tal forma que, cada vez que deja de leerse, se tiene la sensación de haber estado ante un poema y no ante un cómic. Una historia que definiría, sobre todo, como sensible, pero que te atrapa y no te suelta.




"El almanaque de mi padre" es un manga. Sí, un manga, pero no de esos que casi todos tenemos metidos en la cabeza, con sexo, violencia y demás. En este cómic se cuenta como un hombre de mediana edad, Youichi, vuelve a su pueblo natal con motivo de la muerte de su padre, al que no ve desde hace más de una década. En el velatorio y en el entierro descubre más cosas sobre su padre que en toda su vida anterior. También se da cuenta de que las percepciones que tenemos de niños o de jóvenes nada tienen que ver con lo que hubiéramos pensado de un mismo hecho siendo ya adultos. "El almanaque de mi padre" es otra historia sensible, que empieza lentamente pero te va envolviendo poco a poco, hasta no poder parar de leer, deseando saber más sobre las cosas que hizo un hombre, el padre de Youichi. Otro cómic que te deja la sensación de estar ante una obra poética.



Por último, "Píldoras azules". Otra historia de amor, esta vez entre un joven "normal" y una seropositiva, que tiene además un niño pequeño, también con VIH. Un cómic prosaico, no poético como los anteriores. Didáctico, enseña muchos de los prejuicios y los temores que podemos tener con las personas infectadas por el VIH. Otra lectura más que recomendable.



sábado, 3 de enero de 2009

SALVAJES

No sé como ni porqué, el día antes de Nochevieja apareció en casa un centollo, vivo, como no, metido en una bolsa de plástico, listo para ser cocido y comido en la última cena del año. Al principio no tuve grandes dilemas morales. ¿Cuántas veces nos habremos comido un bicho de éstos?

El problema surgió cuando me planteé cocinarlo. Puse el agua a hervir, con sal y laurel, abrí la bolsa de plástico y... allí estaba mi pequeño centollo, vivo, moviendo los ojillos arriba y abajo, a la izquierda y a la derecha. Le soplé en la "cara" y sí, comprobé que lo que había visto era cierto: esos ojillos, tan distintos a los nuestros, me miraban. Las patas, por estar en la nevera o por lo que sea, tardaron más tiempo en reaccionar, pero finalmente también se movieron, ligeramente, con pesadez. El agua aún no estaba hirviendo del todo y pensé: ¿voy a cocer vivo a este animal? ¿Qué sentirá? ¿Qué tipo de dolor atravesará su sistema nervioso cuando lo meta en la olla? ¿Cuánto tardará en morir? ¿Sufrirá como creo que va a sufrir? ¿Cuanto tiempo? Estas preguntas me asaltaban y empecé a pensar en soltarlo, en llevar al centollo al río o donde sea para no tener que torturarlo como iba a hacer. Pero, en el fondo, sabía que él iba a morir de todas formas, ya fuera aquí, en la olla, en el río o donde fuera. Pero no podía quitarme su sufrimiento de la cabeza...




Así, con estas reflexiones, el agua llegó a su punto óptimo. Cogí al centollo -en realidad centolla, por la forma redondeada de la cáscara en su zona inferior, lo leí en algún sitio- y al acercarlo al agua, sus patas reaccionaron de forma rápida, no diría felina pero sí con cierta agilidad: estaba claro que luchaba por su vida, que me estaba pidiendo que no la metiera en esa olla con agua a 100 grados. Fui inmisericorde con ella. La introduje, pero intentó salir moviendo las patas y las pinzas. Tuve que empujarla hacia el fondo con un cucharón de madera. Dejó de moverse, encogió sus extremidades y un líquido blanco empezó a brotar por un hueco de su cáscara. Me imaginé que ese líquido era su vida, una vida que se iba lentamente, su vida, que la abandonaba. No sé cuanto tiempo brotó esa sustancia blanca de la centolla, 15, 20, 25 segundos, no más. Entonces pensé, ¿es necesario hacer sufir tanto para comer?

Cuando, 20 minutos después, saqué al crustáceo de la olla, aún me temía que estuviera vivo, que me reprendiese por lo que le había hecho. Sus ojos me miraron toda la noche, mientras dormía.