lunes, 25 de enero de 2010

Segunda parte

Se levantó de la silla con un movimiento lento y desganado, el normal si tenemos en cuenta que llevaba 12 horas trabajando. Son las ocho de la tarde y la mayoría de sus compañeros hace ya un par de horas que están en casa. Él no puede hacerle eso a la gente que llega confiándole su vida. La mayoría se sientan e intentan cumplir el expediente. Cuando ven que una persona de la calle se acerca a resolver alguna duda, hacen como si tuvieran que ir al baño, como estuvieran hablando por teléfono, como si cumplimentaran un informe que podría salvar al mundo del hambre, la pobreza o las personas viles. Él sabe que simplemente se escaquean, que no quieren ningún lío. ¿Por qué si no han aprobado una oposición? ¿Para atender a gente que llegaba llorando porque no puede pagar el recibo de la luz, del agua, la basura o del alquiler? No, sus compañeros están allí para otra cosa. Él, no. Tras levantarse, comprueba si su ordenador está correctamente apagado. Hay que ahorrar. También apaga los equipos de algunos de sus colegas.

-¿No sabes que así se gasta mucha energía?

-Que lo pague el Ayuntamiento.

Tras revisar los ordenadores, echa un último vistazo a la fotografía que tiene sobre el escritorio, a la derecha, justo al lado de la impresora. La echa tanto de menos...

Estaba quedándose dormida en el autobús. Cuando se percató de ello, ya habían pasado la parada en la que se apea normalmente. Apretó el timbre y en la pantalla del fondo del pasillo se leyó "Parada seleccionada". En medio minuto ya se encontraba bajando del bus, algo lejos de su casa. No se desanimó, la caminata le sentaría bien. Además, apenas llevaba tacón y sus pies aguantarían sin problema. En la calle principal la iluminación hace que nunca sea de noche del todo, pero ella prefirió tomar calles alternativas, por las que tantas veces jugó siendo una cría. El presupuesto municipal en estas vías parecía ser mucho más limitado y sólo hay puntos de luz aquí y allá, desperdigados. A medio centenar de metros vio una sombra agachada en un portal. A medida que se acercaba, la figura fue tomando forma. Delgada, encorvada, poco más que un esqueleto andante. Ya se lo esperaba. Era el Garza, sentado en la entrada de su portal, tomando el fresco.

-Hola Garza.

-¡Qué tal! Aquí toy, respirando un poco.

-Bueno, hasta luego, voy para casa.

-¡Taluego!

Sentía cómo los ojos del yonki la seguían, pero tenía la seguridad de que el Garza era bueno con todos, menos con él mismo. Siempre lo había visto así, agachado, saludando a la gente, con aspecto famélico, como los niños etíopes y sudaneses que salen por la televisión. Le recordaba a Góllum. Siempre había sentido pena por él, sobre todo desde cuando, siendo pequeña, entró en su portal y vio cómo vivía.

-Donde vive el Garza huele como donde güelito tiene las cabras.

-¿Cuándo has estado tú con ese?

Era una pregunta que no precisaba respuesta. Lo siguiente que recuerda es el bofetón de su madre.

Tras saludarla, la vio cruzar, hipnotizado por sus formas. ¿Sabría aquella chica lo perfecta que era? Además, era de las pocas personas que no sentía vergüenza al hablar con él. La tenía en su más alta consideración, era uno de los pocos seres vivos que conocía que merecían la pena. Uno de ellos había sido su compañero durante años, pero ya estaba muerto. El Popi vivió con él, en su portal, doce o catorce años. No lo recuerda bien, porque apareció en su vida en una de las etapas más convulsas de su existencia. Primero era un cachorro pequeño, blanco con manchas marrones, y después ya era un perro adulto, que le llegaba un poco por encima de la rodilla. Nunca había visto antes un can como aquel en ningún libro, en ninguna fotografía. No sabe porqué unió su vida a la suya, pero le cogió aprecio en seguida. El perro siempre iba por delante de él en la calle, inspeccionando el terreno que debía pisar luego su inseparable Garza. Se conformaba con poco, un poco de pan mojado en leche aguada, un arroz mal cocido en el cámping gas, los desperdicios de la carnicería de Finita, a que los dos le daban tanta pena, unos friskies robados en el supermercado con la connivencia de alguna de las cajeras... Con él recorrió media España, fue su espíritu explorador el que hizo que abandonase unos años su portal. Cuando decidió regresar, hastiado de comprobar que la gente era igual de hija de puta en todos los lugares, el Popi ya estaba echo polvo, un pellejo andante, un perro yonki, su alter ego canino. Por fortuna, a su vuelta, nadie había osado tocar su portal. En la puerta había algunas pintadas del tipo "Socialitas burgueses" o "No fue ETA en Madrid, fue la venganza irakí", pero su colchón seguía donde lo había dejado, al igual que la mesita y su estantería. Los libros estaban húmedos, y sus páginas eran frágiles, pero habían sobrevivido. Eso sí, el olor a pis de rata se completaba con el aroma a caca de rata. Popi se puso como loco cuando entró, corrió hacia una esquina ladrando como nunca antes había echo y ¡zas! de su boca pendía una rata. La sangre corría por su boca, las patas de atrás del roedor todavía se movían cuando el perro decidió acabar con su suplicio. Un sonido de huesecillos quebrándose y Popi ya tenía cena. Al día siguiente, le pidió una vecina que conocía si tenía alguna escoba vieja. Se la dio sin problemas. Barrió el portal de cacas, las echó a la alcantarilla. Con un cubo viejo de la basura, previamente lavado en el río, baldeó el suelo.