sábado, 3 de enero de 2009

SALVAJES

No sé como ni porqué, el día antes de Nochevieja apareció en casa un centollo, vivo, como no, metido en una bolsa de plástico, listo para ser cocido y comido en la última cena del año. Al principio no tuve grandes dilemas morales. ¿Cuántas veces nos habremos comido un bicho de éstos?

El problema surgió cuando me planteé cocinarlo. Puse el agua a hervir, con sal y laurel, abrí la bolsa de plástico y... allí estaba mi pequeño centollo, vivo, moviendo los ojillos arriba y abajo, a la izquierda y a la derecha. Le soplé en la "cara" y sí, comprobé que lo que había visto era cierto: esos ojillos, tan distintos a los nuestros, me miraban. Las patas, por estar en la nevera o por lo que sea, tardaron más tiempo en reaccionar, pero finalmente también se movieron, ligeramente, con pesadez. El agua aún no estaba hirviendo del todo y pensé: ¿voy a cocer vivo a este animal? ¿Qué sentirá? ¿Qué tipo de dolor atravesará su sistema nervioso cuando lo meta en la olla? ¿Cuánto tardará en morir? ¿Sufrirá como creo que va a sufrir? ¿Cuanto tiempo? Estas preguntas me asaltaban y empecé a pensar en soltarlo, en llevar al centollo al río o donde sea para no tener que torturarlo como iba a hacer. Pero, en el fondo, sabía que él iba a morir de todas formas, ya fuera aquí, en la olla, en el río o donde fuera. Pero no podía quitarme su sufrimiento de la cabeza...




Así, con estas reflexiones, el agua llegó a su punto óptimo. Cogí al centollo -en realidad centolla, por la forma redondeada de la cáscara en su zona inferior, lo leí en algún sitio- y al acercarlo al agua, sus patas reaccionaron de forma rápida, no diría felina pero sí con cierta agilidad: estaba claro que luchaba por su vida, que me estaba pidiendo que no la metiera en esa olla con agua a 100 grados. Fui inmisericorde con ella. La introduje, pero intentó salir moviendo las patas y las pinzas. Tuve que empujarla hacia el fondo con un cucharón de madera. Dejó de moverse, encogió sus extremidades y un líquido blanco empezó a brotar por un hueco de su cáscara. Me imaginé que ese líquido era su vida, una vida que se iba lentamente, su vida, que la abandonaba. No sé cuanto tiempo brotó esa sustancia blanca de la centolla, 15, 20, 25 segundos, no más. Entonces pensé, ¿es necesario hacer sufir tanto para comer?

Cuando, 20 minutos después, saqué al crustáceo de la olla, aún me temía que estuviera vivo, que me reprendiese por lo que le había hecho. Sus ojos me miraron toda la noche, mientras dormía.

4 comentarios:

Roberto Pato dijo...

...si es que son tan tiernos estos animalillos...solo les falta hablar... (por cierto ¿probaste su epitelio digestivo?)

AZ dijo...

Cuando te suba el ácido úrico, ya dirás entonces: "Aay, castigu de dios...".
Mucho antitaurino y mucha gaita, y luego nadie habla de la probe ñocla.

Anónimo dijo...

No voy a entrar al trapu, con disquisiciones sobre la estructura del sistema nervioso central de los crustáceos, pero consuelate, que realmente no sufren en el sentido humano del término. Piensa además que en la naturaleza su destino más probable ye que lu coma un pulpo o un congrio y ante esa disyuntiva, no se que elegiría el centollu, si tuviese capacidad para ello.
Por cierto, no invites al tu cuñau, que entonces no probaríes ni el epitelio digestivo ni la cáscara para hacer un ceniceru.

Unknown dijo...

Yo no tengo remordimientos al meter centollos en la pota, y mucho menos luego, cuando lu como. Tampoco me dan pena les chuletes, el pescao al horno ni siquiera les manzanes arrancaes a mano del arbol....mmmmm...rico todo