sábado, 29 de agosto de 2009

Principio de relato

Un día de estos comencé a escribir un poco por aburrimiento, y cuando me dí cuenta me había salido el comienzo de un relatillo. Para los que no tengan nada mejor que hacer, esto son los cuatro parrafillos de la hisotoria. Quien sabe si continuará...


SIN TÍTULO

Caminaba decidida hacia su casa. Sus pasos, cortos y rápidos retumbaban en la calle como si estuviese en el interior de una gran nave industrial vacía. Calzaba unas botas de cuero, con poco tacón, que le llegaban hasta la rodilla. Medias negras, de red, falda también negra, corta pero no demasiado. Sus nalgas se bamboleaban a cada paso, sabía que muchos hombres no podían apartar la mirada de esa parte de su cuerpo cuando pasaba a su lado. Esto le producía sensaciones contradictorias. Por un lado no podía dejar de sentirse orgullosa de su atractivo. Pero no le gustaba que la mirasen descaradamente, que se acercasen y le dijesen groserías al oído. Esa noche, en la discoteca, le había ocurrido dos veces. El primer tío iba tan borracho que tras decirle que dejase de molestarla, se puso a pedir otra copa y se la derramó encima. No intentó ni limpiarse. Simplemente llamó al camarero y le dijo “otro Bacardí con pepsi”. El segundo tenía los ojos tan abiertos, con las pupilas tan dilatadas por la coca que le dio miedo nada más verlo. Hablaba atropelladamente y le costaba entenderlo. Se excusó y fue al baño. Luego, se acercó al ropero, cogió su cazadora vaquera y se la puso sobre la camiseta de bandera pirata que llevaba. Quería irse a casa.

Abrió los ojos y observó lo que tenía a su alrededor. Le gustaría no volver a abrirlos más, pero le faltaba valor para dejar de existir. Siempre encontraba algo a lo que aferrarse, casi siempre la misma cosa. El colchón en el que había dormido estaba tirado en el suelo. Algunos de sus muelles habían logrado atravesar la capa exterior, como pequeños dientes que salieran de las encías de un bebé. Olía a pis de rata. Lo sabía porque de pequeño su madre, siempre que no podía contenerse, le decía lo mismo.
-“Aquí huele a pis de rata. ¿tú no serás una rata, verdad?”
-No, no lo soy.
Ahora, cuarenta años después, ya no sabría qué decir.

El penúltimo autobús para volver a casa pasaba a las cinco de la mañana. Eran menos diez, así que no tendría que esperar mucho tiempo. Normalmente iba muy vacío. La mayoría de la gente esperaba al último servicio, a las siete, entonces el autobús se convertía en una lata de conservas en el que la única sardina moderadamente sana y con capacidad de conversación era el conductor. “¿Piensas montarte así?” y “¿no irás a potar, verdad?” eran sus frases favoritas. Al principio, los chóferes eran distintos cada fin de semana. Pero a los dos o tres meses el conductor acabó siendo siempre el mismo. Tenía bigote oscuro, unos 50 años, apenas sin canas, con las manos enormes, con dedos gruesos, no como salchichas, si no musculosos. Un golpe con uno de aquellos apéndices seguro que podía causar mucho dolor. Un día que iba lo bastante animada, apretujada contra la luna delantera, empezó a preguntarle cosas.
-¿Por qué siempre trabajas tú a estas horas?
-¿Te importa?
-No, sólo quería ser amable. No debe ser fácil aguantar tantas moñas y tantos colocones.
-Tengo insomnio. No me importa hacer las noches. Al resto de compañeros no les gusta, así que al final soy yo el que conduce a estas horas.
-¿Me dices que apenas duermes y que llevas este autobús?
-Sí. Así, si me estrello, sólo me llevaré mierda por delante.
-Qué cabrón.


El colchón estaba sucio. Cuando llegaba de la calle se sentaba sobre él sin quitarse los zapatos. ¿Acaso querían que hiciese otra cosa? Moraba en el portal de un edificio ruinoso, bello pero completamente decadente. Sólo faltaba que algún hábil constructor lo adquiriese y con el tiempo lo derrumbase para construir pisos en pleno centro. Pero, por el momento, esto no había ocurrido. Poca gente quería vivir allí desde que empezaron a cerrarse las minas. El colchón estaba al lado de las escaleras. Él nunca las subía porque temía que el piso se viniera abajo por su peso. La madera de muchos escalones y de la barandilla se estaba pudriendo por la humedad. Este olor se mezclaba con el de los orines y con el suyo propio. Las personas que no pueden lavarse todos los días acaban oliendo a animal, a cuadra, a vaca, a caballo, a oveja, a cerdo. Procuraba mear fuera, pero algunas veces la necesidad era tan imperiosa que tenía que hacerlo en una de las esquinas del portal. Eso sí, nunca cagaba dentro, eso sí que no. Normalmente se iba hasta el río, a una zona donde podía agacharse sin ser visto. Se limpiaba con las hojas de los árboles. Estiró el brazo y abrió la mano. Junto al colchón había una botella de whisky, el más barato del supermercado más barato, casi vacía, sólo le quedaban un par de tragos. Se llevó el vidrio a la boca y bebió. La mayor parte del líquido entró en la garganta, pero otra porción se derramó por sus labios, por la barbilla, hasta llegar al cuello. Tenía las manos delgadas, dedos largos, uñas negras, no de trabajar, bueno, sí, de trabajar hurgando en los contenedores de la basura, en los vertederos de los que sacaba papel y chatarra para ganarse el dinero con el que luego pagaba el whisky. Una vieja manta que le había proporcionado el cura del pueblo le había servido de almohada el poco tiempo que había dormido. Le dolía la cabeza, tenía sed, sus piernas flacas y largas como las de un galgo le pesaban como si fuesen gruesas y torpes como las de un elefante. A su izquierda había una jeringuilla ensangrentada. Había intentado bajarse del caballo muchas veces, pero lo dejó por imposible. Él era, como esos pijos del gorrito negro, la chaquetita roja y el pantalón blanco inmaculado, un jinete nato.

2 comentarios:

Roberto Pato dijo...

hummmm... ya estoy cogiendo gusto al relato...

Unknown dijo...

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